Recién había descendido yo del autobús escolar alado cuando la niñacuyonombredesconozcoperoquesiempresaludo me preguntó aquello. Al punto, redirigí mi vista hacia la suya y me encontré que su interrogante era sincera. Algo me decía que aún no debía responder, que Chonchita podía estar cerca escuchando lo que yo diría. Continué girando mi mirada en aras de localizarla, mas únicamente pude hallar a las enanas polimodales que siempre la acompañaban. “Bien”, me dije, las condiciones están dadas para mi respuesta. En el fondo, no obstante, todavía el miedo me invadía; no fuera que mi vieja amiga, o nueva indiferente, que es casi lo mismo, se escondiera paciente esperando mi réplica a tan inusitada provocación.
“Ante todo dile que calibre sinfónicamente sus balanzas”, dije yo. Y no es que Chonchita se interesara por experimentos audaces que demandaran balanzas de alta precisión, mas no fuera a ser, teniendo en cuenta las sorpresas que los doctos me habían dado desde mi llegada a aquel lugar, que de un momento a otro se decidiera medir la calidad de los alumnos en función de sus resultados al subirse a las pesas protoanalíticas.
Como si lo que dije tuviese un antisentido, todas ellas asintieron al unísono y desincronizadamente. Sin demora, la que me había cuestionado en un principio, cambió su metafaz para exigirme mi siguiente frase. Habría yo proseguido si no fuese porque entonces recordé que los dedos de mi otra izquierda estaban atiborrados de pesadez. Pobrecitos ellos, víctima cada uno de la impulsividad pletórica que mi trastorno unipolar hacía persistir aun estando dormido y calladito.
Me quejé pues de mi blanco dolor con los claroscuros que me acompañaban (así les decían a los mestizos los discoboys sin conocer exactamente el significado de semejante término y así me habían orientado ellos, antes de la siesta, que les llamara), pero sólo me respondieron:
“Deseamos aparearnos con las enanas polimodales.”
Al escucharlos, la niña más vulvotrónica de las ahí presentes elevó plegarias al Cilantro de la Concupiscencia:
“Oh, Cilantro de la Concupiscencia, dame mi chirigüín de cada noche, para que pueda seguir creyendo en tu difuminado designio…”
Así continuó largo rato, sin que esa desconsiderada se acordara de que tenía tan irritante voz. Imitando yo su vulgaridad, grité a la niñacuyonombredesconozcoperoquesiempresaludo:
“Mira, niñacuyonombredesconozcoperoquesiempresaludo, también le dirás a Chonchita que Tío Shú la ama, pero que yo no puedo continuar remilgado.” Tristemente mi hiperyó me comunicaba que sería castigado sin mayores tardanzas por haber dicho aquello. Ay de mí, que ya podía prever los fuegos de Picudo congelando las aulas de donde yo había salido hace no mucho, cuando todavía eran cálidos témpanos de mediocridad.
Mi error, sin embargo, había sido peor que lo imaginado: Oí el lloro de Chonchita reclamándome desde mi detrás. Volteé y ahí estaba ella, 100 grados a la derecha de los claroscuros y 45 a la izquierda de la chica del matiz, la tercera y antepenúltima de las enanas polimodales.
En su cara se reflejaba maloliente mi rechazo, que incluso había perforado la antigua sutileza de la dentadura que jamás critiqué. Sabía yo que se encontraba pronta, pero mi curiosidad inacabada no había terminado de ubicarla. Ahora ya lo había hecho. Ahora ya había desintoxicado mi desinterés. Y siendo el mundo rígido como era, debía orinar mi condena en alguna parte, y tuve que hacerlo sobre su imagen pitana, sobre la cual, ahora la acuarela se derramaba por celestial gravitación.
Chonchita paró de llorar. No dijo nada. Yo me di media vuelta; enfrente de mí tenía nuevamente a las enanas polimodales, esta vez a la cuarta de ellas, la clistriforme atractívola, queriéndome respingar besos por el rostro como sanción a mi blasfemia. Como si fuera poco, me lanzaba cuadrúpedamente sonrisas de anteojo a anteojo, a lo que yo, persiguiendo mi supervivencia tardía pero valedera, comencé a saltar encima de los claroscuros.
De uno en uno llegué hasta la aguja que el autobús escolar alado en que viajaba hace no mucho pasó arremolinando sin el permiso de mi delicadeza. Mi actitud era una cobarde renuncia al presente que me agobiaba y a la deformidad insoportable que en Chonchita había visto. Pasado entonces este punto, miré hacia el termosuelo. Ahí estaban la estrella y el círculo que por años habían sido símbolos inocentes de mi aprisionamiento. Debí estar loco de abandonarlos tan de prisa. La libertad se estaba esmerando en descoyuntarme. Había empezado con mi equilibrio, siguió con mis dedos y ahora quería manuquelarme el orgullo.
Para mi suerte, caí en cuenta a tiempo de tan execrable plan en mi contra. A mis orígenes debía regresar, pensé. Una contratransmutación era pues lo que buscaba. Lo proyecté cuidadosamente:
Primero debía empezar a copiar todo lo que dictaban mis profesores, luego, pedir permiso antes de salir a comprar un tutifruti. Con paso ligero, devolvería los libros contemporáneos y comunistas a los estantes de donde los había sacado. También tendría que ocuparme de recolocar el polvo encima de cada uno. Esta fue la tarea que más tiempo me tomó. Partícula por partícula, tuve que buscarlas en los pulmones de amigos y enemigos, debajo de los audífonos y detrás de los sonetos. Una vez hube hecho esto, me encargué de desaprender las lenguas circense y ampiloseña en las que semejantes monstruos como Tadvik y Vosilaf me habían instruido. Textos escolares y cuadernos fueron oportunamente retornados a las librerías, y la ropa devuelta a proveedores, quienes a su vez la reintrodujeron sin procesar en las motas de algodón de los cafetales.
Mi risa era plena y mi felicidad envilecida. Con ametralladoras Saturnun 27 había alcanzado a aniquilar todo recuerdo de Chonchita. Tomé proparasitarios para decrecer ontogenéticamente. En menos de un cuasimes perdí el dominio de mis facultades neurológicas, así como de la talla y peso que la libertad me proporcionó en días aciagos. Listo para reingresar en medio de las piernas abiertas de mi madre, dejé que un docto desconocido me tomara entre sus tentáculos. Las enfermeras que por pensar independientemente un día detesté, ahora me miraban como uno más de sus bebecitos. Con un pedazo de plastilina monolítica pegaron el cordón umbilical del que nunca debí desprenderme. Mi suprema autonegación estaba a punto de consumarse…ay que ya podía relamerme pensando en los deliciosos jugos uterinos. Las relajaciones perineales me ayudaron a introducirme en mi final antidestino. Estaba en eso, cerrando el agujero de mi encerramiento, cuando desde mi detrás oí una carcajada conocida. De repente, perdí toda conciencia y entendimiento digno. Años luego, descubrí que fui expulsado hacia el otro lado del abismo. De aquel momento, sólo recuerdo que al abrir los ojos un hombre respetable dijo: “Chonchita, has parido un niño polivalente.”
FIN.
Sergio X. Palma. Managua, 10 de mayo de 2008.