viernes, 30 de mayo de 2008

Estaban ellos...

1: La historia avanza de manera lineal: Hay un principio y un fin, un principio y un fin.

2: ¿Hubo principio?

1: Principio no sé si hubo, y final sólo quizás.

2: ¿Habrá final?

1: Final no sé si habrá, pero nuestro principio ya está pronto.

2: ¿Y cómo será el final?

1: Del final y su principio no sabemos nada.

2: ¿Llamamos al final y le preguntamos cuándo será su principio?

1: Precavido eres, personaje temporal. Tienes un principio y un fin, un principio y un…

En esto estaban pues ambos, principio y fin, los amantes empedernidos, cuando desde la puerta de la alcoba asomó tarareante el principio del final, y el final de un principio que dejé tirado líneas atrás, y de cuyo final no sabré nada.

Sergio X. Palma. Managua, 28 de mayo de 2008.

martes, 20 de mayo de 2008

Para el lector

Que su estúpido poema lo había decepcionado. Eso pensó él cuando releyó aquella cosa, pero a él se lo habían dicho; antes no lo creía ni lo imaginaba. Más bien, se carcajeaba de tanto sinsentido y no-valor: Sus pensamientos amorosos habían sido pintarrajeados en el papel a rayas, y eso le inspiraba risa póstuma.

En un principio, ideó un castañuelo girando impúdico sobre la pista de baile de la sala principal. Los demás, tendrían que vestir de cenzontles amigos, pensó él. No podría ser de otra manera, decidió, a menos que a gusto y decisión de ellos optaran por danzar al son que les pusiera el señor de lentes y crucifijo. Pero siendo como era él ser todosupremo de sus insensateces y escritura, les quiso llamar cenzontles y no cardenales. Eso le costaría caro.

“Tendrá que hacerlos enojar” se dijo. “De su pequeñez y poca valentía se enriquecerá sigiloso aquel juglar sinvergüenza y descarado”. Esta sería la temática central de su comedia.

Satisfecho pues, de estos sus revoloteos neurológicos y pseudoliterarios, empezó ingenuo a trazar sin regla y transportador los renglones del poema fraguado. El costo de la crítica se iba incrementando a cada letra y por aquellos días, no se miraba mal que su precio lo fijaran los estorninos.

Arrebatado por su anochecer y encendido de maiquetías que habían sonado sobre el techo de su cuarto, se le vinieron en mente otras inteligencias y burlas decididas. Se rascaba los huevos de vez en cuando. La picazón, al fin y al cabo, tenía una fuerza que ni la lógica ni la polilla, tal vez más la polilla que la lógica, podían entender dentro del flácido dogma central de su necedad.

Mas de estas inferencias no se ocupaba aquel adicto cinetocoro, embelesado como estaba por el peluchito de su amiga y por el disparar nauseoso de la monstruosidad literaria que estaba creando. Será que el ofuscado jurista que escuchó, medio dormido, en el programa matinal, le había transfundido su destreza reburbujeante de trivialidades.

Así las cosas, siguió martillando, clavo a clavo, pared en pared. “Por los desiertos bajan los tuertos, querido lector”. De tal forma puntualizó aquel poema del trastorno. Era hora que lo rematara; sus huevos estaban rojizos. No soportarían que los continuara rascando con semejante ímpetu.

Terminando entonces su translación de consignas, se fue a acostar redimido. Al día próximo, colocaría en el mural de la universidad su más reciente embotellamiento psicológico. El que dirán no era precisamente su objetivo.

Pero dijeron…y dijeron que su garabato semejaba una polla hedionda. Lo hicieron del mejor modo que la prisa les ofreció: Pintarrajeando una verga estereotipadamente hedionda sobre el trasfondo del pizarrón.

Que su estúpido poema lo había decepcionado. Eso pensó él cuando releyó aquella cosa, pero a él se lo habían dicho; antes no lo creía ni lo imaginaba. Más bien, se carcajeaba de tanto sinsentido y no-valor: Sus pensamientos amorosos habían sido pintarrajeados en el papel a rayas, y eso le inspiraba risa póstuma.

Sergio X. Palma. Managua, 20 de mayo de 2008.

domingo, 18 de mayo de 2008

Asfixia

Sus manos arqueaban mi cuello. Mis dedos se enterraban en la piel con fuerza acuñadora y sus uñas, sucias, rojas, absurdas y humanas, marcaban la flaqueza con la que su cuerpo se defendía. Mis nervios no servían más mensajes, su sangre no corría y mis sueños, frustrados por lo que sería su ya inevitable muerte, eran los más notables síntomas de mi sufrimiento. Habiome estado asfixiando por cinco o seis minutos. El aburrimiento me empujó a contar cada segundo. No sabía matar, eso era evidente, por lo que estuve a punto de guiarle en el proceso. Él sólo me observaba con ojos vacios y por sobre ellos, las cejas interrumpidas por una larga cicatriz que dominaba mi rostro. La herida estaba fresca. Llegué a pensar que en algún ataque de agonía había yo provocado esa larga grieta. La sangre recorría su cara cruzando mis ojos, haciéndose gotear así misma por cada una de las pestañas que de por si eran escasas. Salían de su boca hilos de saliva que se desbordaban furiosos hasta caer al piso asquerosamente sucio. De nuevo entre el agotamiento impuesto por la falta de oxígeno y el aburrimiento del momento, dejé salir una tenue carcajada cuando vi el extremo inferior del hilo de saliva combinarse temeroso con la tierra, creando una pequeña explosión que habría podido matar a toda la humanidad, inclusive a esas manos y a esa boca y a esos labios, irónicamente creadores de la imagen. Un delicado olor a muerte perfumó el lugar del cual no era poseedor, pues aún sentía mi presencia invasora, al igual que sentía como el roce tranquilizador de un poco de la masa formada por la mezcla de fluido corporal con tierra, terminó por salpicar justo en medio de sus labios. Dándome la bendición de una pureza natural que no hubiese podido gozar aunque la grieta de su cara se abriera para devorarme y llevarme con todo y sociedad a las ruinas de lo perfecto y no humano. Parecía cansarse a medida que pasaban los minutos, los segundos y las horas. Los impulsos, se dejaban notar sustituyendo en justa medida la sangre que era derrochada por los agujeros que sus uñas formaban en su cuello. La vida de los justos no era mi vida ni la suya. Ya decía yo que me veía en el espejo, en el agua, en el cielo y en toda iris. Sólo me veía en medio de la oscuridad y mi oxidada alma pretendía mostrarme a través del espejo lo inútil de mi vida. Observaba por horas haciéndome cómplice de la paciencia y la terquedad, con la ilusión de conocerme. Iluso yo que confiaba en métodos absurdos de hechiceros y alcaldes y mandatarios y árboles cuando bien era conocedor de estrategias surreales como el ya famoso ritual de saltar y alcanzar el ser. Por motivos patológicos no me fue posible realizar esos métodos, pues mis tendones estaban carentes de energía por lo apretadas que tenían mis manos a su cuello. La resignación ya no era parte del plan. Ahora peleaba. Ahora la desesperanza lo ayudaba a darse cuenta de lo inevitable. La muerte ya no era opción sino obligación, y por eso me haría merecedor de ese privilegio. Con su ayuda tenía muchas posibilidades de alcanzar el objetivo. Si al menos pudiera él apretar más las manos. Si mis dedos se enterrasen más, si mi alma fuese limpiada y mi dios asesinado, quizás si todo eso pasara podría ser alguien que no necesitase de mi ayuda para asfixiarme.
Luigi Esposito Jerez. 17 de mayo del 2008

sábado, 10 de mayo de 2008

Entonces Poto, ¿Qué mensaje le doy a Chonchita?

Recién había descendido yo del autobús escolar alado cuando la niñacuyonombredesconozcoperoquesiempresaludo me preguntó aquello. Al punto, redirigí mi vista hacia la suya y me encontré que su interrogante era sincera. Algo me decía que aún no debía responder, que Chonchita podía estar cerca escuchando lo que yo diría. Continué girando mi mirada en aras de localizarla, mas únicamente pude hallar a las enanas polimodales que siempre la acompañaban. “Bien”, me dije, las condiciones están dadas para mi respuesta. En el fondo, no obstante, todavía el miedo me invadía; no fuera que mi vieja amiga, o nueva indiferente, que es casi lo mismo, se escondiera paciente esperando mi réplica a tan inusitada provocación.

“Ante todo dile que calibre sinfónicamente sus balanzas”, dije yo. Y no es que Chonchita se interesara por experimentos audaces que demandaran balanzas de alta precisión, mas no fuera a ser, teniendo en cuenta las sorpresas que los doctos me habían dado desde mi llegada a aquel lugar, que de un momento a otro se decidiera medir la calidad de los alumnos en función de sus resultados al subirse a las pesas protoanalíticas.

Como si lo que dije tuviese un antisentido, todas ellas asintieron al unísono y desincronizadamente. Sin demora, la que me había cuestionado en un principio, cambió su metafaz para exigirme mi siguiente frase. Habría yo proseguido si no fuese porque entonces recordé que los dedos de mi otra izquierda estaban atiborrados de pesadez. Pobrecitos ellos, víctima cada uno de la impulsividad pletórica que mi trastorno unipolar hacía persistir aun estando dormido y calladito.

Me quejé pues de mi blanco dolor con los claroscuros que me acompañaban (así les decían a los mestizos los discoboys sin conocer exactamente el significado de semejante término y así me habían orientado ellos, antes de la siesta, que les llamara), pero sólo me respondieron:

“Deseamos aparearnos con las enanas polimodales.”

Al escucharlos, la niña más vulvotrónica de las ahí presentes elevó plegarias al Cilantro de la Concupiscencia:

“Oh, Cilantro de la Concupiscencia, dame mi chirigüín de cada noche, para que pueda seguir creyendo en tu difuminado designio…”

Así continuó largo rato, sin que esa desconsiderada se acordara de que tenía tan irritante voz. Imitando yo su vulgaridad, grité a la niñacuyonombredesconozcoperoquesiempresaludo:

“Mira, niñacuyonombredesconozcoperoquesiempresaludo, también le dirás a Chonchita que Tío Shú la ama, pero que yo no puedo continuar remilgado.” Tristemente mi hiperyó me comunicaba que sería castigado sin mayores tardanzas por haber dicho aquello. Ay de mí, que ya podía prever los fuegos de Picudo congelando las aulas de donde yo había salido hace no mucho, cuando todavía eran cálidos témpanos de mediocridad.

Mi error, sin embargo, había sido peor que lo imaginado: Oí el lloro de Chonchita reclamándome desde mi detrás. Volteé y ahí estaba ella, 100 grados a la derecha de los claroscuros y 45 a la izquierda de la chica del matiz, la tercera y antepenúltima de las enanas polimodales.

En su cara se reflejaba maloliente mi rechazo, que incluso había perforado la antigua sutileza de la dentadura que jamás critiqué. Sabía yo que se encontraba pronta, pero mi curiosidad inacabada no había terminado de ubicarla. Ahora ya lo había hecho. Ahora ya había desintoxicado mi desinterés. Y siendo el mundo rígido como era, debía orinar mi condena en alguna parte, y tuve que hacerlo sobre su imagen pitana, sobre la cual, ahora la acuarela se derramaba por celestial gravitación.

Chonchita paró de llorar. No dijo nada. Yo me di media vuelta; enfrente de mí tenía nuevamente a las enanas polimodales, esta vez a la cuarta de ellas, la clistriforme atractívola, queriéndome respingar besos por el rostro como sanción a mi blasfemia. Como si fuera poco, me lanzaba cuadrúpedamente sonrisas de anteojo a anteojo, a lo que yo, persiguiendo mi supervivencia tardía pero valedera, comencé a saltar encima de los claroscuros.

De uno en uno llegué hasta la aguja que el autobús escolar alado en que viajaba hace no mucho pasó arremolinando sin el permiso de mi delicadeza. Mi actitud era una cobarde renuncia al presente que me agobiaba y a la deformidad insoportable que en Chonchita había visto. Pasado entonces este punto, miré hacia el termosuelo. Ahí estaban la estrella y el círculo que por años habían sido símbolos inocentes de mi aprisionamiento. Debí estar loco de abandonarlos tan de prisa. La libertad se estaba esmerando en descoyuntarme. Había empezado con mi equilibrio, siguió con mis dedos y ahora quería manuquelarme el orgullo.

Para mi suerte, caí en cuenta a tiempo de tan execrable plan en mi contra. A mis orígenes debía regresar, pensé. Una contratransmutación era pues lo que buscaba. Lo proyecté cuidadosamente:

Primero debía empezar a copiar todo lo que dictaban mis profesores, luego, pedir permiso antes de salir a comprar un tutifruti. Con paso ligero, devolvería los libros contemporáneos y comunistas a los estantes de donde los había sacado. También tendría que ocuparme de recolocar el polvo encima de cada uno. Esta fue la tarea que más tiempo me tomó. Partícula por partícula, tuve que buscarlas en los pulmones de amigos y enemigos, debajo de los audífonos y detrás de los sonetos. Una vez hube hecho esto, me encargué de desaprender las lenguas circense y ampiloseña en las que semejantes monstruos como Tadvik y Vosilaf me habían instruido. Textos escolares y cuadernos fueron oportunamente retornados a las librerías, y la ropa devuelta a proveedores, quienes a su vez la reintrodujeron sin procesar en las motas de algodón de los cafetales.

Mi risa era plena y mi felicidad envilecida. Con ametralladoras Saturnun 27 había alcanzado a aniquilar todo recuerdo de Chonchita. Tomé proparasitarios para decrecer ontogenéticamente. En menos de un cuasimes perdí el dominio de mis facultades neurológicas, así como de la talla y peso que la libertad me proporcionó en días aciagos. Listo para reingresar en medio de las piernas abiertas de mi madre, dejé que un docto desconocido me tomara entre sus tentáculos. Las enfermeras que por pensar independientemente un día detesté, ahora me miraban como uno más de sus bebecitos. Con un pedazo de plastilina monolítica pegaron el cordón umbilical del que nunca debí desprenderme. Mi suprema autonegación estaba a punto de consumarse…ay que ya podía relamerme pensando en los deliciosos jugos uterinos. Las relajaciones perineales me ayudaron a introducirme en mi final antidestino. Estaba en eso, cerrando el agujero de mi encerramiento, cuando desde mi detrás oí una carcajada conocida. De repente, perdí toda conciencia y entendimiento digno. Años luego, descubrí que fui expulsado hacia el otro lado del abismo. De aquel momento, sólo recuerdo que al abrir los ojos un hombre respetable dijo: “Chonchita, has parido un niño polivalente.”

FIN.

Sergio X. Palma. Managua, 10 de mayo de 2008.