sábado, 6 de marzo de 2010

LA VIDA ENTRE LOS MUERTOS

* Fotografía de http://www.manfut.org. (06-03-10).

─ Comencemos ya que a las tres vienen ─ dijo Humberto López, veterano sepulturero de 64 años con una piel estragada por el polvo, el sol y el cemento. Su voz me parece un poco enferma por su tono ronco. Chaparro y con dientes amarillentos, tiene una fuerza descomunal demostrada por el golpe de la barra que suaviza la tierra para luego ser removida.

─ ¡Uh¡ Jamás vas a terminar con eso, esa barrita es muy pequeña ─ le dijo su ayudante, Víctor Espinales Sosa de 22 años quien dice laborar desde que sus padres lo trajeron a este lugar, es un joven de piel morena de contextura recia y parco en los gestos.

Cada palada de tierra se hace de manera casi estoica por las condiciones en que trabajan estos hombres. Cuando por fin la pala rechina contra el féretro, los sepultureros dicen que han encontrado el premio. Los familiares del muerto se acercan para ver el cadáver que hace seis años lloraban, pero las lágrimas que hoy lloran no son por él. Sacan el bulto enlodado y todavía entero y lo desclavan, un tufo nauseabundo como el de todas las pestilencias juntas es precedido por la tremebunda visión de los huesos negros con partes todavía en descomposición. Untado su cráneo todavía por signos de sudor o agua, es la primera parte de los restos que los hombres a mano pelada meten en la bolsa negra.

─ ¿Y no usan guantes o mascarillas?
─ Y para qué. Si de todos modos nos vamos a lavar las manos. El tufo no lo aguanto, pero ni modo así hieden las personas ─ me contestó López quien se reía de mí por usar mi libreta para aplacar la fetidez.

Como si en todo esto hubiese un rencor, sus manos recogieron sin reverencia o respeto alguno por la memoria de los familiares presente de un solo todos los restos de quien en vida fuera un vagabundo de 38 años, muerto por un derrame cerebral. Hoy sus restos están acompañados por los de su madre. Al final los huesos exhumados, son puestos al lado del nuevo ataúd.

La exhumación en este caso es permitida por las autoridades para poder enterrar un nuevo cadáver. Ya se habían cumplido los cuatro años para poder reutilizar la tumba que puede albergar a cuantos muertos se produzcan siempre y cuando se hayan cumplido el plazo estipulado.

El Cementerio General de Managua está en funciones desde 1948 cuando la administración del Doctor Víctor M. Román se vio obligada a construir un nuevo camposanto por la falta de espacios en los orientales y por el crecimiento de los ilegales. Durante la época de los años cincuenta se dio la división del terreno en primera, segunda y tercera clase. Irónico, pues la fortuna de la vida nos sigue después de la muerte.

En la siguiente década, se empezaron a construir las grandes bóvedas de las familias más importantes de Managua, algunas como copias al carbón asemejaban a las catedrales del país, otras con estilos góticos y una que otra con arquitectura renacentista daba un toque sofisticado a la muerte de los jerarcas y matronas de la vieja Managua sellando su vida con una frase en latín o una escultura facsímile de la piedad de Da Vinci. Todavía se pueden observar algunas de estos suntuosos mausoleos.

El sudor y la maleza que crece en las tumbas olvidadas provocan una alergia en la piel al que no está acostumbrado a las tareas del cementerio. “Es que tiene el cuero duro”, comenta Luisa Berríos, una de las jardineras que ha trabajado en esto 12 de los 38 años de su vida. Me cuenta que si quiero mantener una tumba “bien pijuda”, me alisté unas ciento treinta “bambas” cada mes si el muerto tiene lugar donde sembrar sus palitos, de lo contrario la cuota baja a cien córdobas.

─ ¿Cuántas tumbas cuida usted?
─ Por ahora cuido más de treinta ─ dice Berríos quien primero consulta en una libreta en su bolso sucio que cuelga a manera de delantal. Carga la pala y me invita a sentarme en una tumba protegida por la sombra de un hermoso árbol de quelite.
¬─ ¿Le da para vivir?
─ Es que a veces no te pagan. Juegan con uno, pero si no me diera para aguantarla ya no estuviera aquí¬.

En ese momento, entre los matorrales aparece un niño flaco con una piocha colgada de los pantalones desmechados del ruedo y la llama. Resulta que es sus hijos que la acompaña en las faenas de todos los días.

─ ¿Él trabaja aquí?
─ No. A todos nosotros nos acompañan nuestros hijos, los que trabajan son los mayores de dieciséis años.
Desaparece entre las cruces coronadas por las enredaderas que ahogan a un Cristo crucificado y a una foto del difunto. Entre las doce y las tres de la tarde, el sol hace insoportable la estancia en aquella necrópolis que a diario recibe entre tres y cuatro nuevos huéspedes, según las autoridades administrativas. Con ellos llega una nueva oportunidad para los sepultureros y los jardineros de conseguir un “rumbo”.

Para Enrique Molina con 59 años encima, esta es la forma de ganarse la vida entre tanto muerto. Lo veo venir con una bolsa de cemento a cuestas, su ceño se frunce en cada golpe de sus pies en el pavimento, al contrario de mi percepción es una persona amable y atenta, contesta a mis preguntas con gran entusiasmo. Me comenta que en el cementerio existe poca inversión, los familiares olvidan a sus difuntos y nadie se preocupa por las condiciones sanitarias de los trabajadores. Él y dos compañeros terminan de construir una nueva bóveda de cinco estratos de unos dos metros de profundidad de 0.90 metros de ancho por 2 de largo.

─ ¿Cuánto vale eso?
─ Con veinticinco mil la platicamos ¬─ me dice Molina que ya de cerca su rostro se mira deteriorado por las faenas diarias, sus manos están maltratadas por el cemento. La artritis ha hecho sus estragos en su caminar y en sus dedos que parecen arqueados ─ si la quiere doble con cincuenta mil más la hechura.
─ ¿Cómo contactan a sus clientes?
─ Sólo hablas con el contratista y él nos avisa.
Contratista que a veces cobra mucho más de lo que piden estos hombres, mientras él se pasea en una bicicleta por todo el cementerio supervisando la construcción de sus negocios.
─ ¿Qué medidas sanitarias tienen para su salud?
─ Nos lavamos las manos cada vez que comemos ─ me indica un barril de agua de un color verde, la misma con que hacen la mezcla para el trabajo.
─ ¿Cuál es el trabajo más duro que se hace aquí?
─ El de sacar muertos, además que da asco es perjudicial para nosotros ─ lo dice sin medir las dimensiones del riesgo sanitario que representa el contacto directo con los restos humanos.

Según las autoridades de sanidad del centro de salud de la zona, todos los trabajadores del cementerio deben estar vacunados contra el tétano y en constante revisión por que las enfermedades abundan entre el lodazal de las tumbas descubiertas. Además de eso, tienen que lavarse las manos constantemente con jabón germicida o alcohol al 70 % para controlar enfermedades como la tifoidea o la tuberculosis o las creadas por los parásitos.

Según el Arquitecto Leonardo García, asesor en planes urbanísticos de la Asociación de Municipios de Nicaragua, el cementerio debe contar con una ducha para que los trabajadores puedan asearse una vez terminadas sus labores, una recomendación que es ignorada por la administración del cementerio que alega que ellos no reciben nada de presupuesto para el camposanto.

“De la alcaldía no recibimos nada, los impuestos por las tumbas va a la central”, explica Elías Zapata, administrador del cementerio quien a diario tiene que lidiar con situaciones que demuestran el mal manejo de los documentos. A veces se aparecen familias con títulos del terreno que están registrado a nombre de otras personas, al constatar en los libros aparecen borrones que delatan el mal control.

Con canas que avizoran tiempos de vejez en sus sienes, Zapata ha hecho un esfuerzo por ordenar los registros de tan inmensa necrópolis que abarca 36 manzanas ubicadas en el lado norte del barrio monseñor Lezcano. Durante su administración, el cementerio ha albergado a 5048 cadáveres que se suman a los más de medio millón de humanos que se estima que descansan en este lugar. Las estadísticas se hicieron inexactas por el mal control y por el terremoto de 1972 que provocó 11 mil muertos enterrados en grandes fosas ubicadas en la entrada del camposanto.

Entre los Cristos que miran fijamente mil veces su destino de sufrimiento hacia el cielo, Ana Aguilar camina silenciosamente, es una anciana de setenta y pico de años cuya voz conserva el vigor juvenil, sus encrespadas canas se asimilan a motetes de algodón sostenidos por un aro. Sus manos derruidas por los tiempos son presas fáciles para el dolor. Cuenta que aquí conoció el amor, aquí lo perdió y aquí lo enterró. Uno de sus tres hijos también murió. Así que para ella el trabajo en el cementerio es una obligación doméstica.

─ Me debés cincuenta pesos ─ le grita a uno de los carretoneros de agua ─ Se los presté porque no tenía que darle a la mujer, cada vez que le pagan se va a beber guaro y no le deja nada a la pendeja. Es más, pasa todo el día con una chupeta en el carretón.

─Usted, sólo vivos se va encontrar aquí.

La veterana tiene más de 40 años de trabajar de jardinera y florera. Aduce que hasta que el cementerio no la reclame, ella seguirá dejando su esfuerzo en cada ramo que prepare. Ella hace chiste de lo irónico de la vida. “Tanto lujo y chuchada si de todos modos ni los vienen a ver”, expresa en referencia a las grandes bóvedas que se destacan en la entrada.

Nuestros sepultureros son seres que ya han perdido el miedo al final de sus días, hacen chiste de la muerte y hasta espanta su miedo con la faena diaria. Así como son creativos, son desconfiados, nadie como ellos para entender el egoísmo de la hora suprema. No son de la muerte, son con la muerte, de ella trabajan, de ella viven.
Byron Antonio Delgado Rocha