viernes, 13 de febrero de 2009

La Caverna en su boletín, o el boletín que ilumina la Caverna

Con esta entrada, tan suelta, desordenada y dispersa como las demás, ninguna de las cuales se sucede por una secuencia mínimamente lógica, queremos anunciar la pronta aparición (lanzamiento o parto) de un engendro que lleva por título el nombre de nuestro grupo, eso, a falta de inspiración y/o creatividad de los miembros que lo componemos. En fin, los números de dicho boletín estarán disponibles para el público en versión impresa, pero también en formato electrónico, el que podrá ser descargado desde este blog. Saludos a hermanos y hermanas en la fe (o en la falta de fe, que nos es a muchos), y esperamos, como siempre, sus comentarios, sugerencias y contribuciones.

domingo, 8 de febrero de 2009

El giro y su rueda

Él giraba, siempre gozaba de ese constante girar, chocando en cada esquina, y cuidando el paso para no caer en el precipicio derecho, respiraba fuerte, pero con la suavidad suficiente como para no tentar al vacío y así empezar una inevitable atracción. Repelía todo, y contaba con la verdad de no soportar el cese de tanto girar. Pasaba sus días contemplando las cosas inmóviles. Discutía con frecuencia sobre el por qué del girar de las cosas y de los árboles, y siempre le respondían con un escupitajo, pero aún así, su girar nunca se detenía, ni siquiera cuando así lo decidía luego de deliberaciones vacilantes. Tanto tiempo en movimiento. Sufriendo con forzado aplomo la lentitud de su rueda. Cuando moría, cosa que sucedía cada 10 o 12 segundos, únicamente lograba resucitar con la sencillez de alguna que otra hoja que pasase convenientemente por aquellos lugares. El viento poco le ayudaba, se le oía hablar de lo mal cuidada que mantenía a su propia rueda, y continuaba en su discurso, con una enumeración señorial de las tantas situaciones en las que él, amante de los giros, se había encontrado vivo. De pronto lo llamaban, y una luz que gustaba de ofuscar, deslumbraba sus ojos; poco a poco se le notaba en el rostro alguna cicatriz, rellenándose por un velo, y saliendo de aquella amalgama de líquidos corporales, ciertos seres que pretendían aminorar el vaivén del supremo contestaban con un grito aparentemente sordo. Generalmente todos levantaban las manos para recuperar lo antes posible el velo que se había incrustado en aquella hendija de carne, pero poco lograban, y al ver el irrefutable fracaso, concluían acertadamente en ir a caminar y despejar sus girares.

Luigi Esposito Jerez

sábado, 7 de febrero de 2009

¿Existe un Dios?

Bertrand Russell

La pregunta acerca de si existe un Dios se ha decidido sobre muy diferentes campos, por diferentes comunidades y diferentes individuos. La inmensa mayoría de la humanidad acepta la opinión prevaleciente de su propia comunidad. En los tiempos más tempranos de los que tenemos una historia confirmada, todos creían en muchos dioses. Fueron los judíos los primeros que creyeron en uno sólo. El primer mandamiento, cuando estaba reciente, fue muy difícil de obedecer porque los judíos habían creído que Baal y Ashtaroth, Dagon y Moloch, así como el resto, eran dioses reales, pero que eran malvados por haber ayudado a los enemigos de los judíos. El paso desde la creencia de que estos dioses eran malvados hacia la creencia de que no existían fue uno difícil. Hubo un tiempo, principalmente el de Antíoco IV, cuando se hizo un vigoroso intento para helenizar a los judíos. Antíoco decretó que ellos debían comer cerdo, abandonar la circuncisión y tomar baños. La mayoría de los judíos de Jerusalén lo aceptó, pero en el campo la resistencia fue más obstinada y, bajo el liderazgo de los macabeos, los judíos finalmente establecieron su derecho a sus principios y costumbres peculiares. El monoteísmo, que al inicio de la persecución antioquiana había sido el credo de sólo parte de una pequeña nación, fue adoptado por la cristiandad y más tarde por el Islam, para convertirse en dominante a lo largo de todo el mundo ubicado al Oeste de la India. De la India hacia el Este no tuvo éxito: el hinduismo tenía varios dioses; el budismo en su forma primitiva no tenía ninguno; y el confucianismo no tuvo ninguno desde el siglo once en adelante. Pero, si la veracidad de una religión es juzgada por su éxito mundial, el argumento a favor del monoteísmo es muy fuerte, dado que éste poseía los más grandes ejércitos, las más grandes marinas y la mayor acumulación de riquezas. Hoy en día, este argumento se torna menos decisivo. Verdadero es que la amenaza anticristiana de Japón fue derrotada. Pero el cristiano es ahora enfrentado con la amenaza de hordas moscovitas ateas, y no es tan cierto como uno quisiera que las bombas atómicas proveerán un argumento conclusivo a favor del teísmo.

Pero permítasenos abandonar este modo político y geográfico de considerar las religiones, el cual ha sido crecientemente rechazado por la gente pensante desde el tiempo de los antiguos griegos. Desde entonces ha habido hombres que no se contentaron con aceptar pasivamente las opiniones religiosas de sus vecinos, e intentaron considerar lo que la razón y la filosofía tenían que decir acerca de la materia. En las ciudades comerciales de Ionia, donde la filosofía fue inventada, hubo libre-pensadores en el siglo sexto a.C. Comparados con los libre-pensadores modernos, ellos tenían una tarea fácil, porque los dioses del Olimpo, no obstante encantadores para la fantasía poética, difícilmente podían ser defendidos por el uso metafísico de la sola razón. Fueron conocidos popularmente a través del orfismo (al que la cristiandad debe mucho) y, filosóficamente, por Platón, de quien los griegos derivaron un monoteísmo filosófico muy diferente del monoteísmo político y nacionalista de los judíos. Cuando el mundo griego se convirtió a la cristiandad, combinaron el nuevo credo con la metafísica platónica, dando nacimiento a la teología. Los teólogos católicos, desde el tiempo de San Agustín hasta el día de hoy, han creído que la existencia de un Dios podía ser probada mediante la sola razón. Sus argumentos fueron puestos en su forma final por Santo Tomás de Aquino durante el siglo trece. Cuando la filosofía moderna empezó en el siglo diecisiete, Descartes y Leibnitz se apoderaron de los viejos argumentos, algo pulidos, y, gracias largamente a sus esfuerzos, la piedad permaneció intelectualmente respetable. Pero Locke, aunque él mismo un cristiano completamente convencido, minó las bases teóricas de los viejos argumentos, y muchos de sus seguidores, especialmente en Francia, se tornaron ateos. No trataré de explorar en toda su sutileza los argumentos filosóficos sobre la existencia de Dios. Hay, pienso, sólo uno de ellos que aún tiene peso entre los filósofos, y es el argumento de la Primera Causa. Este argumento sostiene que, dado que todo lo que ocurre tiene una causa, debe haber una Primera Causa desde la cual toda la serie -de acontecimientos- comienza. Este argumento sufre, sin embargo, del mismo defecto que aquél del elefante y la tortuga. Se dice (no sé con qué grado de verdad) que un cierto pensador hindú creía que la Tierra descansaba sobre un elefante. Cuando se le preguntó sobre qué descansaba el elefante, replicó que lo hacía sobre una tortuga. Cuando se le preguntó sobre qué descansaba la tortuga, dijo: “Estoy cansado de esto. Supongamos que cambiamos de tema”. Esto ilustra el carácter insatisfactorio del argumento de la Primera Causa. No obstante, ustedes encontrarán en los tratados ultramodernos sobre física, que sostienen que los procesos físicos, seguidos atrás en el tiempo, enseñan que debe haber un inicio súbito, e infieren que esto se debió a la Creación divina. Se abstienen cuidadosamente de intentos para enseñar que esta hipótesis hace los problemas más inteligibles.

Los argumentos escolásticos sobre la existencia de un Ser Supremo son ahora rechazados por la mayoría de los teólogos protestantes a favor de nuevos argumentos que a mi parecer no son, de ninguna manera, un avance. Los argumentos escolásticos fueron esfuerzos genuinos de pensamiento y, si su razonamiento hubiese sido sólido, habrían demostrado la verdad de su conclusión. Los nuevos argumentos, preferidos por los modernistas, son vagos, y los modernistas rechazan con desdén cualquier esfuerzo por hacerlos precisos. Hay un llamado al corazón en oposición con el intelecto. No se sostiene que aquellos que rechazan los nuevos argumentos sean ilógicos, sino que están desprovistos del sentimiento profundo o del sentido moral. Déjesenos, sin embargo, examinar los argumentos modernos y ver si hay algo que ellos realmente prueban.

Uno de los argumentos favoritos es el de la evolución. El mundo una vez no tuvo vida, y cuando la vida empezó, fue un tipo pobre de vida consistente en musgo verde y otras cosas no interesantes. Gradualmente, por el curso de la evolución, se desarrollaron en animales y plantas, y, finalmente, en el HOMBRE. El hombre, según nos aseguran los teólogos, es un ser tan espléndido que puede ser visto como una culminación para la cual las largas edades de niebla y musgo fueron un preludio. Pienso que los teólogos deben haber sido afortunados en sus contactos humanos. No me parece que le hayan dado peso a Hitler o a la Bestia de Belsen. Si la Omnipotencia, con todo el tiempo a su disposición, pensó que valía la pena llegar a estos hombres a través de millones de años de evolución, sólo puedo decir que el gusto moral y estético involucrado es peculiar. Sin embargo, los teólogos sin duda esperan que el futuro curso de la evolución producirá más hombres como ellos y menos hombres como Hitler. Esperemos que así sea. Pero, celebrando esta esperanza, abandonamos el ámbito de la experiencia y tomamos refugio en un optimismo que la historia hasta ahora no favorece.

Existen otras objeciones a este optimismo evolucionario. Tenemos toda la razón para creer que la vida en nuestro planeta no continuará para siempre, de modo que cualquier optimismo basado en el curso de la historia terrestre debe ser temporal y limitado en su alcance. Puede, por supuesto, haber vida en otros lados pero, si la hay, no sabemos nada acerca de ella y no tenemos razón alguna para suponer que guarda mayor semblanza con los virtuosos teólogos que con Hitler. La Tierra es un rincón muy diminuto del Universo. Es un pequeño fragmento del Sistema Solar. El Sistema Solar es un pequeño fragmento dela Vía Láctea. Y la Vía Láctea es un pequeño fragmento de las muchas millones de galaxias reveladas por los telescopios modernos. En este pequeño e insignificante rincón del cosmos se da un breve interludio entre dos largas épocas sin vida. En este breve interludio, hay uno más breve que contiene al hombre. Si el hombre realmente es el propósito del Universo, el prefacio parece un poco largo. Le recuerda a uno de un viejo caballero prosaico que cuenta una interminable anécdota sin interés hasta llegar al punto más bien corto en que termina. No pienso que los teólogos muestren una piedad conforme en hacer tal comparación posible.

Ha sido uno de los defectos de los teólogos de todos los tiempos el sobreestimar la importancia de nuestro planeta. Sin lugar a dudas esto era bastante natural en los días previos a Copérnico, cuando se pensaba que los cielos giraban alrededor de la Tierra. Pero desde Copérnico y más aún desde la exploración moderna de regiones distantes, esta preocupación con la Tierra se ha vuelto algo más bien parroquial. Si el Universo tuvo un Creador, es difícilmente razonable suponer que Él estaba especialmente interesado en nuestro pequeño rincón. Y, si Él no lo estaba, Sus valores deben haber sido diferentes a los nuestros, pues en la inmensa mayoría de las regiones la vida es imposible.

Existe un argumento moralista para creer en Dios que ha sido popularizado por William James. De acuerdo con este argumento, debemos creer en Dios porque, si no, no nos portaremos bien. La primera y mayor objeción a este argumento es que, en su mejor forma, no puede probar que existe un Dios sino solamente que políticos y educadores deberían tratar de hacer a la gente creer que existe uno. Si esto debe ser hecho o no, no es una cuestión teológica sino política. Los argumentos son de la misma índole que aquellos que urgen que a los niños se les enseñe respeto hacia la bandera. Un hombre con un sentimiento religioso genuino no estará satisfecho con la perspectiva de que la creencia en Dios es útil, porque él deseará saber si, de hecho, existe un Dios. Es absurdo discutir si las dos preguntas son la misma. Durante la infancia, la creencia en Papá Noel es útil, pero la gente adulta no piensa que esto pruebe que Papá Noel sea real.

Puesto que no nos preocupa la política, podremos considerar esto una refutación suficiente del argumento moralista, pero probablemente valga la pena seguir más adelante con esto. Es, en primer lugar, muy dudoso que la creencia en Dios tenga todos los efectos morales benéficos que se le atribuyen. Muchos de los mejores hombres conocidos para la historia han sido no-creyentes. John Stuart Mill puede servir como referencia. Y muchos de los peores hombres conocidos para la historia han sido creyentes. De estos hay incontables ejemplos. Quizás Enrique VIII sirva como ejemplo típico.

De cualquier forma que esto sea, es siempre desastroso cuando los gobiernos trabajan para defender opiniones en función de su utilidad en lugar de su veracidad. Así como esto se hace, se vuelve necesario usar la censura para suprimir argumentos adversos, y se cree sabio desalentar el pensamiento entre los jóvenes por miedo a promover “ideas peligrosas”. Cuando tales prácticas erróneas son empleadas en contra de la religión, como lo son en la Rusia soviética, los teólogos se dan cuenta de que son malas, pero siguen siendo malas cuando son empleadas en defensa de lo que los teólogos creen que es bueno. La libertad de pensamiento y el hábito de dar peso a la evidencia son asuntos de mayor trascendencia moral que la creencia en este o aquel dogma teológico. En todos estos terrenos, no se puede sostener que las creencias teológicas deban ser defendidas por su utilidad sin tomar en consideración su veracidad.

Hay una forma más simple e ingenua del mismo argumento, que resulta llamativa a muchos individuos. La gente nos dirá que sin los consuelos de la religión ellos serían intolerablemente infelices. Tan cierto como esto pueda ser, es el argumento de un cobarde. Nadie excepto un cobarde escogería conscientemente vivir en el paraíso de un idiota. Cuando un hombre sospecha de la infidelidad de su esposa, no cree que lo mejor sea cerrar sus ojos ante la evidencia. Y no puedo ver por qué ignorar la evidencia debería ser despreciable en un caso y admirable en el otro. Fuera de este argumento, la importancia de la religión en contribuir a la felicidad individual es muy exagerada. Si se es feliz o infeliz depende de una serie de factores. La mayoría de la gente necesita de buena salud y suficiente comida. Necesitan la buena opinión de su medio social y el afecto de sus cercanos. Necesitan no sólo salud física sino también salud mental. Dadas todas estas cosas, la mayoría de la gente será feliz cualquiera sea su teología. Sin ellas, la mayoría de la gente será infeliz, cualquiera sea su teología. Pensando en la gente que yo conozco, no encuentro que, en promedio, aquellos con creencias religiosas sean más felices que los que no las tienen.

Cuando considero mis propias creencias, me encuentro muy incapaz de discernir algún propósito en el Universo, y todavía más incapaz de querer discernir alguno. Aquellos que imaginan que el curso de la evolución cósmica lleva lentamente a una consumación placentera para el Creador, están lógicamente comprometidos (aunque usualmente fallan en darse cuenta de ello) con el punto de vista de que el Creador no es omnipotente, o, si Él fuese omnipotente, Él podría decretar el fin sin complicarse por los medios. Yo mismo no percibo alguna consumación hacia la que el Universo tienda. Acorde con los físicos, la energía estará gradualmente más dispersamente distribuida, y así como se torne más dispersamente distribuida se tornará menos útil. Gradualmente todo lo que hallamos interesante o placentero, como la vida y la luz, desaparecerá, o por lo menos, eso nos aseguran. El cosmos es como un teatro en el cual una obra es presentada una sola vez, pero, cuando cae el telón, el teatro queda frío y vacío hasta hundirse en ruinas. No quiero aseverar con ninguna positividad que este sea el caso. Eso sería asumir más conocimiento del que poseemos. Sólo digo que eso es lo que resulta probable sobre la presente evidencia. No aseveraré dogmáticamente que no existe un propósito cósmico, pero diré que no hay evidencia a favor de que exista alguno.

Diré además que, si existiera un propósito y este fuera el de un Creador Omnipotente, entonces el Creador, muy lejos de ser amable y amoroso, como se nos dice, debe ser de un grado de perversidad a penas concebible. Un hombre que comete un asesinato es considerado un hombre malo. Una Deidad Omnipotente, si existe alguna, asesina a todos. Un hombre que voluntariamente afligiera a otro con cáncer sería considerado un malvado. Pero el Creador, si Él existe, aflige a muchos miles cada año con esta horrible enfermedad. Un hombre que, teniendo el conocimiento y el poder requerido para hacer a sus hijos buenos, decidiera en cambio hacerlos malos, sería visto con execración. Pero Dios, si Él existe, toma esta decisión en el caso de muchos de Sus hijos. Toda la concepción de un Dios omnipotente del cual resulta impío criticarlo solamente pudo haber brotado bajo despotismos orientales donde los soberanos, a pesar de sus caprichosas crueldades, continuaban disfrutando de la adulación de sus esclavos. Es la psicología apropiada para este fuera de moda sistema político la que sobrevive tardíamente en la teología ortodoxa.

Hay, es cierto, una forma modernista de teísmo, según la cual Dios no es omnipotente, sino que Él hace lo mejor que puede, a pesar de las grandes dificultades. Este punto de vista, aunque es nuevo entre los cristianos, no es nuevo en la historia del pensamiento. Puede, de hecho, ser encontrado en Platón. No creo que este punto de vista pueda probarse falso. Creo que todo lo que se puede decir es que no existe una razón positiva a su favor.

Mucha gente ortodoxa habla como si fuera más bien la obligación de los escépticos refutar los dogmas recibidos en vez de la de los dogmáticos el probarlos. Esto es, por supuesto, un error. Si yo sugiriera que entre Marte y la Tierra existe una tetera china girando alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie sería capaz de refutar mi aseveración si fuera cuidadoso en añadir que la tetera es tan pequeña como para ser revelada aún por nuestros más potentes telescopios. Pero si a continuación añadiera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, es una presunción intolerable de parte la razón humana el ponerlo en duda, muy justamente se pensaría que yo estoy hablando necedades. Si, no obstante, la existencia de tal tetera fuera afirmada en libros antiguos, enseñada como la verdad sagrada cada domingo e infundida en la mente de los niños en la escuela, cualquier vacilación para creer en su existencia se tornaría en una marca de excentricidad y calificaría al escéptico para recibir la atención del psiquiatra, en la edad ilustrada, o del inquisidor, en un tiempo más temprano. Se acostumbra suponer que, si una creencia está ampliamente difundida, debe haber algo razonable acerca de ella. No creo que esto pueda ser sostenido por cualquiera que haya estudiado historia. Prácticamente todas las creencias de los salvajes son absurdas. En las civilizaciones tempranas debe haber a lo más un porciento acerca de lo cual haya algo que decir. En nuestra propia época…Pero en este punto debo ser cuidadoso. Todos sabemos que hay creencias absurdas en la Rusia soviética. Si somos protestantes, sabemos que hay creencias absurdas entre los católicos. Si somos católicos, sabemos que hay creencias absurdas entre los protestantes. Si somos conservadores, nos asombramos por las supersticiones encontradas en el Partido Laborista. Si somos socialistas, nos horrorizamos de la credulidad de los conservadores. No sé, querido lector, cuáles serán tus creencias, pero cualquieras que éstas sean, deberás estar de acuerdo en que nueve décimos de las creencias de nueve décimas partes de la humanidad son totalmente irracionales. Las creencias en cuestión, son, claro está, aquellas que tú no sostienes. No puedo, por tanto, pensar que sea presuntuoso dudar de algo que durante largo tiempo se ha tenido por cierto, especialmente cuando esta opinión ha prevalecido únicamente en ciertas regiones geográficas, como es el caso de todas las opiniones teológicas.

Mi conclusión es que no hay razón para creer en cualquiera de los dogmas de la teología tradicional y, además, que no hay razón para desear que sean reales. El hombre, mientras no sea sujeto de fuerzas naturales, es libre de trabajar su propio destino. La responsabilidad es suya, y también lo es la oportunidad.

El artículo fue elaborado a petición de “Illustrated Magazine” en 1952, pero jamás fue publicado por la misma. Para la presente publicación, tomado de “The Campaign for Philosophical Freedom” (http://www.cfpf.org.uk/articles/religion/br/br_god.html). Traducido del inglés por Sergio Palma, con la colaboración de Carlos Schmidt.