Sus manos arqueaban mi cuello. Mis dedos se enterraban en la piel con fuerza acuñadora y sus uñas, sucias, rojas, absurdas y humanas, marcaban la flaqueza con la que su cuerpo se defendía. Mis nervios no servían más mensajes, su sangre no corría y mis sueños, frustrados por lo que sería su ya inevitable muerte, eran los más notables síntomas de mi sufrimiento. Habiome estado asfixiando por cinco o seis minutos. El aburrimiento me empujó a contar cada segundo. No sabía matar, eso era evidente, por lo que estuve a punto de guiarle en el proceso. Él sólo me observaba con ojos vacios y por sobre ellos, las cejas interrumpidas por una larga cicatriz que dominaba mi rostro. La herida estaba fresca. Llegué a pensar que en algún ataque de agonía había yo provocado esa larga grieta. La sangre recorría su cara cruzando mis ojos, haciéndose gotear así misma por cada una de las pestañas que de por si eran escasas. Salían de su boca hilos de saliva que se desbordaban furiosos hasta caer al piso asquerosamente sucio. De nuevo entre el agotamiento impuesto por la falta de oxígeno y el aburrimiento del momento, dejé salir una tenue carcajada cuando vi el extremo inferior del hilo de saliva combinarse temeroso con la tierra, creando una pequeña explosión que habría podido matar a toda la humanidad, inclusive a esas manos y a esa boca y a esos labios, irónicamente creadores de la imagen. Un delicado olor a muerte perfumó el lugar del cual no era poseedor, pues aún sentía mi presencia invasora, al igual que sentía como el roce tranquilizador de un poco de la masa formada por la mezcla de fluido corporal con tierra, terminó por salpicar justo en medio de sus labios. Dándome la bendición de una pureza natural que no hubiese podido gozar aunque la grieta de su cara se abriera para devorarme y llevarme con todo y sociedad a las ruinas de lo perfecto y no humano. Parecía cansarse a medida que pasaban los minutos, los segundos y las horas. Los impulsos, se dejaban notar sustituyendo en justa medida la sangre que era derrochada por los agujeros que sus uñas formaban en su cuello. La vida de los justos no era mi vida ni la suya. Ya decía yo que me veía en el espejo, en el agua, en el cielo y en toda iris. Sólo me veía en medio de la oscuridad y mi oxidada alma pretendía mostrarme a través del espejo lo inútil de mi vida. Observaba por horas haciéndome cómplice de la paciencia y la terquedad, con la ilusión de conocerme. Iluso yo que confiaba en métodos absurdos de hechiceros y alcaldes y mandatarios y árboles cuando bien era conocedor de estrategias surreales como el ya famoso ritual de saltar y alcanzar el ser. Por motivos patológicos no me fue posible realizar esos métodos, pues mis tendones estaban carentes de energía por lo apretadas que tenían mis manos a su cuello. La resignación ya no era parte del plan. Ahora peleaba. Ahora la desesperanza lo ayudaba a darse cuenta de lo inevitable. La muerte ya no era opción sino obligación, y por eso me haría merecedor de ese privilegio. Con su ayuda tenía muchas posibilidades de alcanzar el objetivo. Si al menos pudiera él apretar más las manos. Si mis dedos se enterrasen más, si mi alma fuese limpiada y mi dios asesinado, quizás si todo eso pasara podría ser alguien que no necesitase de mi ayuda para asfixiarme.
Luigi Esposito Jerez. 17 de mayo del 2008
Luigi Esposito Jerez. 17 de mayo del 2008
2 comentarios:
Excelente.
Me gustó. (casi todo)
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